Mazonovo, la molienda del tiempo

Fotos: Eduardo Vijande.

Cruce y unión de dos ríos, el Turía y el Cabreira, de varios caminos que llevaban a Nio, el Navallo, Veigas, Teixois, Turía, Esquios, la Pereira y a otras muchas lejanas aldeas; caminos que no ha mucho eran poco más que sendas para carros de bueyes y de yeguas, por donde bajaban hasta aquí los parroquianos para moler el escaso trigo, el maíz para el pan de Boroña, o el humilde centeno amontonado en los varales, que allí, se llaman Medas.
Yo habité estos pagos, paisano, vaya por delante esta leyenda.
Ahora que el viento ábrego trae lluvia a los cristales y vaho a los espejos, uno regresa a los trigales de la infancia e inevitablemente a ese lugar donde la maquila era cambio y moneda y donde había una vieja dinamo que embadurnaba de luz las lóbregas estancias allá por el invierno. Si no había agua, no había luz y ahí se terminaba el cuento.

Años serenos de brasas encendidas, de remansos de paz como el agua detenida en el banzado y las inmóviles truchas en el socaz o el cárcavo, por ver si algún grano se escapaba de la tolva en el rodezno o les echaba un puñado de trigo José, “ O muiñeiro”.
Aún deben quedar perdidas entre las piedras las herraduras donde atábamos los rucios o los caballos, mientras se esperaba la molienda y los más niños bajábamos entretanto al agua a construir transatlánticos de ramitas y de flores o a refrescarnos las piernas. Ahora, ya en el recuerdo, todo parecen frágiles figuras de cera, minúsculos cristales de la memoria, inmigrantes golondrinas de primavera…
Ahora el Mazonovo es un museo memorable donde unos repasamos la nostalgia entre las viejas vigas aquellas y los otros ven el mayor museo de molinos de España, con extraños utensilios e ingenios de los de antes y donde el visitante se integra y puede ver artefactos de hace miles de años y con ellos cómo ha evolucionado la molienda.
Aquí la madera y la piedra en punto y la candidez de las horas de antaño y el agua, que nunca es la misma, aunque sea tan vieja, dibuja al caer la tarde perfiles de espigas por donde navegan los barquitos de hojas que, como los días, se alejan. No sé si aún se oyen y laten aquí las campanas de Taramundi, pero debieran; voz de bronce que recuerda las manos de madre amasando la harina recién molida en la artesa y padre calentando el horno y dibujando luego con la punta de la navaja, una cruz sobre la hogaza, antes de partir el pan recién hecho y ponerlo en la mesa.


Supongo que el tiempo está hecho de andamios y que más pronto que tarde amanece en invierno y ya nunca vuelve a ser primavera. Supongo que mis relojes se hicieron entre estos castaños, al calor de la astilla y de los consejos de los viejos. Por eso, ahora, al volver de tarde en tarde y oír el trino de las aguas de mis valles y ver que los ríos desembocan ya en otros mares y no canta el petirrojo en los abetos, y anda el recuerdo mendigando soledades, me apoyo lento sobre las barandillas de antaño ahora inexistentes y veo pasar, como los barquitos de hojas en el agua, todos los que por aquí pasaron en un largo y profundo sigilo. Y me inclino y lloro en silencio.

3 comentarios
  1. Falta comentar cuando te cargaban en la noche en camiones y luego desaparecían la familia completa, por ser anti Franco, o si no tenías descendientes y la propiedad era buena, también te hacían desaparecer, sí, ahí se molía de todo, trigo, maíz y vidas humanas, no importaba si eras o no familiar, es la verdad desde Buenos Aires, Argentina

  2. Afortunadamente podemos visitarlo, aún enriquecido con nuevas aportaciones, frente a otros monumentos que poco a poco van desapareciendo igual que desaparecen en el recuerdo.
    Ahí estamos. Los que quedamos y lo que nos queda.
    Quede por muchos largos años el poeta para removernos en los recuerdos y las alegrías que nos quedan.

Responder a Enrique Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Tal vez también te guste