Huelva, España.
Sea por designio -decreto natural que marca la costumbre- por la inercia que determina el ciclo vital o sea por el deseo expreso de un conglomerado de circunstancias interventoras, es lo cierto que han salido un año más las carretas a perderse o encontrarse por esos caminos abiertos que alguien pensará no llegan a parte alguna y muchos otros sabrán que les conducen a una meta dichosa. Contemplar el colorido y la majestuosidad de esta manifestación resulta tan fácil para quienes están en contexto como difícil para quienes jamás se encontraron con semejante estampa de la Huelva emocional y devota hacia El Rocío.
Hecho el cuadro, una comitiva humana que delante porta estandarte donde se referencia el origen, hombres y mujeres a caballo en galantería con la belleza, sombrero en los brazos, chaquetilla blanca, respeto al molde, al ritual de salir y componer un desfile de colores en mezcla con la tonaílla que se surte de guitarra y panderetas para que también se entere el aire. No faltan en la fila los charrés, las manolas, los carros y la expectación. Todo regado con tiempo, caldo de la tierra, voluntad entregada y un ajetreo de serenidad que ocupa el perfil celeste de una mirada con horizonte cierto. Sobre todo, el peregrino, simiente o sementera, con misión de andar los asfaltos, tragar arenas y sobrevivir a las inclemencias del envite, hasta que después, tocar con los ojos aquella vida sea premio de postín para una felicidad rumiada, para otro año.
Se van las carretas y nos vamos con ellas, con el sentimiento a flor de alma libre y con las sombras en el olvido. Se va también el amor, a vivirlo.