El cazador de atardeceres

Por: Benjamín Rivera

Desde que tengo uso de razón, consideré que los atardeceres son el momento más hermoso del día. En especial esos instantes mágicos, cuando el sol todavía se resiste a darle paso a la luna y los colores cálidos invaden nuestros ojos. A lo largo de mi vida, atesoré preciosos crepúsculos en distintas latitudes de nuestra tierra, pero el más lindo, al menos que yo ha presenciado en cuerpo y mente, fue en la maravillosa Colonia del Sacramento (Uruguay).
Y tendría que preguntarme si era acaso porque esa ciudad sobre el Río de la Plata parece como congelada en el tiempo, como ese instante entre la noche y el día. Era verano, hacía calor, estábamos caminando con mi compañera por la rambla que lucía tan preciosa como siempre. Sus farolas encendidas, su río infinito, sus adoquines gastados por donde desfilaban familias, parejas, niños corriendo detrás de una pelota.Casi sin que ella ni yo nos diéramos cuenta, la caminata terminó con la vista extasiada en ese horizonte de un melancólico naranja.


Contemplamos la puesta del sol en silencio, maravillados por tamaño espectáculo, y cuando terminó, las lágrimas inundaban nuestros ojos.
Claro que hubo otros, como aquella tarde que estaba yo recorriendo las calles de Marrakech (Marruecos) y desde la mezquita Koutoubia, comenzó a sonar el llamado a la oración islámico. Nunca había presenciado algo igual, la ciudad se vació en cuestión de minutos y el bullicio desapareció entre las plegarias en árabe. Fue en ese preciso momento, cuando los rayos del sol dibujaron cientos de sombras sobre la avenida Jamma El Fna y creí estar presenciando una ensoñación.

O aquella vez en Cuba, cuando tras una larga caminata por la Habana Vieja desemboqué en El Malecón a la hora en que cientos cubanos se sientan sobre sus murallas para celebrar el encuentro y y vaciar botellas de cerveza y ron entre risas y llantos. Era imposible no conmoverse hasta lo más profundo de la existencia y soñar que otro mundo era posible.
No sería justo olvidarme de la caída del sol desde lo alto del Sacromonte de Granada (España), con La Alhambra de testigo, cuando íbamos persiguiendo una rumba gitana y canastera que sonaba desde alguna de las cuevas.


Es que fueron tantos atardeceres, algunos atrapados por la lente de mi cámara y otros por mi memoria.
O en Río Caribe, en Venezuela, abrazado a mis padres y mi hermana; o entre las coloridas casas de San Diego, en la fantástica Cartagena, en la compañía de una chica de quien nunca más supe; o en la Casapueblo de Carlos Paéz Vilaró, mientras su voz recitaba el poema Ceremonia del Sol.
Díganme ustedes, si acaso no son estos tesoros de la vida los que nos acercan a lo divino del universo. ¿O es que yo soy un bicho raro? ¿O es que no soy un viajero, sino un cazador de atardeceres? ¿Hay algo inconsciente en mí que me hace perseguir al sol en su huida? ¿O es que soy un coleccionista? Pues bien, si es que lo soy, queridos amigos, déjenme confesarles que no cazo por deporte, cazo para vivir.

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