Vamo’ a tener que tomar un vino, Federichi

Si he de morir, que sea de felicidad, envuelto en un chamamé “maceta” o en himnos paganos, esos que se te pegan con el sudor de la infancia: Puerto Tirol, El Cosechero, La Oma, Antiguo dueño de la flecha, Melitona, o esa mezcla perfecta de El Toro con Juntos a la par, La calandria y el pito güé.

O morir envuelto en un rock chapucero, The Wall, Mañana en el abasto, Juguetes perdidos, Jijiji, o ese tango universal mezcla del fado de Amália Rodrigues y el flamenco de Enrique Morente.

Claro, quiero que Ojalá suene como Corazón no te rindas o ese borracho cantor de mis angustias callejeras. Supongamos que hablo de Madrid, o por el boulevard de los sueños rotos con la frente marchita frente a una copa con mis resucitadores, ese orixá de la poesía, mi estrella salteña Leopoldo Teuco Castilla, mi hermano en la gracia de vivir en el mismo suelo, Aldo Parfeniuk, o aquel ángel, mi ángel, María José que me espera en Atocha donde me bajo para disfrutar al poeta del amor y de la realidad, mi querido Luis García Montero.

Claro, que quiero la Granada de mi queridos Chema Cotarelo y María Jesús y todas las compañías, el generoso J.J. Hernández o mi compañero de buenas cervezas a las fueras de los estadios, y proclamado rey de la Calahorra. Es decir, Gregorio.

Claro, que ninguno de mi familia divina que me llenó de orgullos y satisfacciones, de asombros y tranquilidad, quedará fuera del cortejo de un tipo feliz que pretendió hacer lo que se le daba la puta gana. Ni tampoco quedará afuera mi gran lugar y único en el mundo, Villa Carlos Paz y sus canales.

Pero no, no quiero morir de un cáncer miserable, entubado en una cama ingenua, lejos de la tierra y de la realidad. No, no quiero morir de un cáncer que no conoce, no respeta, ni lee poesía. No no quiero morir de ese mal que ignora manjares, elixires, y otras yerbas dulces de la vida.

Aún no me esperes, genia. Marta Rojas.

Si he de morir que sea tirado en una mesa de la Vaca atada, de la Tertulia, de la Bodeguita del medio, de un bodegón porteño con el Negro Sánchez, el hippie Walter Marini y el líder espiritual de Fuerte Apache, Pablito, o, en un cafetín rufián aporteñado hablando de los vivos muertos.

Pero antes, antes de morir, como una ceremonia rebelde, lanzaré un sapucay y gritaré:

—¡Mate, asado y vino hasta la muerte, carajo!

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