El gaucho, el indio y Javier Milei

Por Pedro Jorge Solans

Escritor y periodista

El avasallamiento, el atropello, el saqueo que sufrían los gauchos y los pueblos originarios, por parte de quienes hacían flamear las banderas del progreso liberal en la Argentina del siglo XIX, hoy se actualizaron con el libertarismo de Javier Milei.

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“El autoritarismo tiene su origen en la crisis general de un sistema violento y perverso, y se presenta como un intento de querer detener la crisis del capitalismo. Puede volver con sus miedos y odios impuestos, resurgiendo en pleno ejercicio de la democracia”.

(Ernesto Sábato, Hombres y engranajes 1951).

El actual presidente de Argentina, en menos de 60 días en la Casa Rosada orientó su gestión a destruir el modelo de país que intentó mejorar la distribución de la riqueza, e incluir a los distintos sectores que fueron descartados del proceso civilizatorio de la modernidad; es decir, Javier Milei se orienta a destruir el modelo de país que inspiró la Constitución Nacional, cuyo fundamento estuvo sostenido por las Bases escritas por Juan Bautista Alberdi, a quién no se cansa de citar como ejemplo de prócer y mentor de sus ideas.

Fue Juan Bautista Alberdi, uno de los intelectuales que fundamentó la orientación liberal de la Constitución Nacional en un texto de 1852, titulado “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”. Este trabajo se constituyó como horizonte programático para el actual gobierno a tal punto que el proyecto denominado Ley Ómnibus lleva como título Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos.

Pero ¿cómo debe ser un presidente para el país que está imaginando? ¿Con facultades delegadas? ¿Aceptaría Alberdi, el padre de la Constitución, dar al Ejecutivo un poder tan grande como el que pide Javier Milei? ¿Milei sigue la senda de Alberdi o busca gobernar como un dictador? En nuestra constitución, en el artículo 29, se lee: “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria”.

Las Bases de Alberdi fueron escritas apenas treinta y seis años después de la declaración de la Independencia, época en la que todavía no estaba oficialmente abolida la esclavitud y las mujeres estaban lejos de tener derechos políticos. De hecho, las elecciones de 1853 se hicieron con voto cantado:

—¿Qué libertad hay sin secreto? —y participó apenas el 1 % de la población. Así ganó Justo José de Urquiza.

Alberdi, en tiempos en que la corrección política no existía compara las virtudes inglesas con el “salvajismo” indígena, estableciendo como parámetro su adhesión a un superior: “Una simple cosa distingue al país civilizado del país salvaje; una simple cosa distingue a la ciudad de Londres de una toldería de la Pampa: y es el respeto que la primera tiene a su gobierno, y el desprecio cínico que la horda tiene por su jefe”. El indio es pensado como un sujeto rebelde y por ello mismo peligroso. Su existencia amenazaba la seguridad nacional desde lo más recóndito de su naturaleza.

Ahora esos países que él llamó civilizados, industrializados, se cierran en protección de su producción y fuentes de trabajo; en tanto Milei, su supuesto continuador abrió “la toldería” que sería Argentina a los grupos hiper concentrados de la economía y de la especulación financiera. Esta decisión nos retrotrae a un siglo de “gauchos perseguidos” e indios penando.

En las primeras décadas del siglo XX solo el 1% de la población se paseaba por las grandes capitales; en Francia, cuando alguien tenía plata, decían “Es rico como un argentino”. Pero de ninguna manera significó que Argentina estaba lleno de ricos o que todos eran ricos. Era solo una elite. Argentina no era Suiza.

¿Puede volver Martín Fierro?

La obra insigne de la argentinidad escrita en 1872 por José Hernández, El gaucho Martín Fierro describe diversos personajes que constituyeron la nación argentina. Hernández puso de relieve la descomposición de una sociedad que fue el producto del liberalismo. Hoy libertarismo en su versión post fordista.

Martín Fierro fue un gaucho trabajador de las pampas bonaerenses, vivía con su mujer y sus dos hijos, cuando fue reclutado forzosamente para servir en un fortín e integrar las milicias que luchaban defendiendo la frontera argentina contra los pueblos nativos dejando desamparada a su familia. Su autor buscó reflejar la mentalidad y las condiciones de vida de los habitantes rurales del siglo XIX, en las pampas. Mediante su texto denuncia la corrupción, entendida como el manejo que hacían ciertos funcionarios públicos en su beneficio propio.

Jorge Luis Borges, repensando al escritor argentino y su tradición, señala:

“(…) creo que, si hubiéramos resuelto que nuestra obra clásica fuera el ‘Facundo’, nuestra historia habría sido distinta. Creo que, razones literarias aparte, es una lástima que hayamos elegido el ‘Martín Fierro’ como obra representativa. Porque ella no pudo haber ejercido una buena influencia sobre el país. (…) pensemos en lo triste de que nuestro héroe sea un desertor, un prófugo, un asesino y una especie de forajido sentimental, además, que, sin duda, no existió nunca”.

Tal vez el presidente Milei podría haber elegido transitar la lectura del Martín Fierro, en lugar de hacer de su bunker de campaña los programas televisivos como los “reality show”. Fue vergüenza de los argentinos su participación en la reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos 2024 donde habló a contramano del rumbo mundial, aplicando la teoría de los falsos datos en una especie de clase básica de economía para quienes querían escuchar elogios innecesarios en un momento complejo para la economía global.

Tal vez podría haber evitado mostrarse tan descreído del sistema democrático. Hecho que argumenta mediante la teoría de la decisión, la paradoja de Arrow o teorema de imposibilidad de Arrow que establece que cuando los votantes tienen tres o más alternativas, no es posible diseñar un sistema de votación.

El presidente Milei dijo en uno de los párrafos de su disertación en Davos: “…Nosotros estamos acá para decirles que los experimentos colectivistas nunca son la solución a los problemas que aquejan a los ciudadanos del mundo, sino que, por el contrario, son su causa. Créanme, nadie mejor que nosotros los argentinos para dar testimonios de estas dos cuestiones. Cuando adoptamos el modelo de la libertad, allá por el año 1860, en 35 años nos convertimos en la primera potencia mundial…”

El período al que se refirió el presidente fue el más brutal, sangriento y sacrificado que vivieron los argentinos. Se estaba saliendo de una larga y feroz guerra civil y el país se organizaba a base de unas cuantas acciones bélicas repudiables, desde el genocidio de los pueblos originarios hasta la cruel Guerra de la Triple Alianza donde Argentina Brasil y Uruguay, en favor de los intereses ingleses, cultores del liberalismo, intentaron desaparecer a Paraguay, el país más pujante de Sudamérica del siglo XIX.

Además, cómo explicáramos en párrafos anteriores, Argentina nunca fue potencia mundial pese a las estadísticas leídas por Milei frente a los economistas y empresarios del mundo. Solo tuvo una élite que “tiraba manteca al techo” en las narices de una Europa hambreada de fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial.

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“El anda siempre juyendo,

siempre pobre y perseguido;

no tiene cueva ni nido,

como si juera maldito;

porque ser gaucho… ¡barajo!

el ser gaucho es un delito”.

(El gaucho Martín Fierro, ap. VIII, Primera parte).

Los primeros caídos del libertarismo

El coordinador del Centro de Estudios e Investigación Social Nelson Mandela, Rolando Núñez, dejó escrito antes de fallecer que los primeros caídos serán los pueblos originarios, principalmente, los tobas que hasta ahora resistieron porque: «han desarrollado un genoma impresionante. Vivir en esas condiciones y llegar a los cincuenta años, a los sesenta, no es un éxito; es inexplicable. Cualquiera estaría en tratamiento, pero ese genoma ha permitido la supervivencia de estas comunidades. La pregunta es hasta cuándo, porque no tienen agua, prácticamente no comen, y lo que comen es una dieta absolutamente desbalanceada, compuesta de grasa, harina, sal y azúcar».

El investigador se dedicó a visibilizar el exterminio de los pueblos originarios del Chaco argentino y definió a la situación aborigen como «un desastre humanitario que se ha convertido en un genocidio silencioso».

El 70% de la población vive por debajo de la línea de pobreza y existe un 32% por debajo de la línea de indigencia a consecuencia de un modelo de producción excluyente. En ese caudal de pobreza e indigencia se encuentran las comunidades aborígenes. En ese 70% de pobres y 32% de indigentes están los aborígenes que totalizan entre 50.000 y 60.000 personas entre las etnias tobas, wichís y mocovíes.

En estas comunidades, el 98% de la población está por debajo de la línea de indigencia. Existes dos posibilidades, o un desastre humanitario o un genocidio. La población aborigen tiene desnutrición extrema, tuberculosis y Chagas. Si uno revisa los datos del Plan de lucha contra la enfermedad se puede llegar a la conclusión de que está vaciado.

Cuando tiene personal, no tiene motores. Cuando tiene motores, no tiene combustible. Cuando tiene combustible, no tiene insecticida. Cuando tiene insecticida, no tienen medicamentos. ¿Cómo se silencia esta realidad? Se preguntó Núñez. Con estadísticas falsas, ficticias. Los ranchos están infestados de vinchucas. Se debe entender que donde está el monte, está el aborigen, donde está el aborigen está la vinchuca. Ese trípode conduce directamente a la muerte. Y en ese contexto, la mortalidad infantil es terrible. En los últimos meses, en la zona del Río Bermejito, el Centro Mandela registró siete muertes. Todos aborígenes, mayoritariamente menores de un año, algunos recién nacidos.

La pregunta es: ¿por qué nadie se preocupa? —porque estos sectores están en vías de extinción, y, por último, porque son poblaciones sobrantes.

Núñez explicó que «lo más importante que tienen los aborígenes son las tierras y el monte. En el esquema de productividad del modelo de agricultura industrialista que quiere potenciar Milei en Argentina, estos pueblos son descartados».

En este esquema, donde el que tiene más cada vez quiere y tiene más, las comunidades aborígenes no tienen lugar. Sobran ¿Cómo no se han extinguido hasta ahora? Estas son las cosas que no se explican desde el punto de vista de la biología, de la ciencia, de la racionalidad. ¿Cómo resisten? se pregunta el ex titular del Centro Mandela.

Por otro lado, para el titular de la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores (UATRE), José Antonio Voytenco el período que destaca el presidente Milei (1910–1930) fue donde más nítidamente chocaron los intereses del modelo agroexportador con el de las poblaciones.

La vida que resiste

El sonido del N‘viké (violín de lata qom toba) languidece en el monte Impenetrable.

Ingresamos en ese Chaco con olor a madera y tierra recalentada que ya ni siquiera es parte de un país doliente; sino escenario de un desastre humanitario: lo más degradante que puede vivir una nación: ¿Guerra? ¿Fenómeno natural? ¿Tragedia imprevisible? No. No. Sencillamente es un ensañamiento feroz de la ambición global.

Esa voracidad de la conquista eterna que asimilamos todos y que nos lleva a ser actores vigilantes de la acumulación de riquezas y marcadores de desigualdades. Un ensañamiento feroz. Y mientras crecemos nos inyectamos en vena esa fuerza destructiva que termina en asesinatos, en masacres piadosas, en muertes justificadas, en miserias contenibles, en basuras humanas.

Ese sábado de octubre, a las 8, la camioneta conducida por Rolando Núñez dejaba atrás la Villa Río Bermejito e ingresaba a un precario puente de madera, único paso, portal de El Impenetrable.


Cerca de 20.000 tobas esperaban, desnutridos, que un virus, una bacteria, un germen, o cualquier obstáculo acelerara su proceso a un destino inevitable. La cruda realidad presentaba a la población qom en formato límite de las dimensiones humanas.

La camioneta avanzó sobre los diferentes parajes, como una nave aeroespacial que sorprendía a los habitantes: el asombro se mezclaba con la esperanza de que algo podía traer. En ella se trasladaban dos reporteros gráficos. El estadounidense David Rochkind había trabajado en varios países de Sudamérica y vivió de cerca la invasión a Irak. El argentino Santiago Solans por sus entonces hacía su primera experiencia extrema. Ambos habían sido testigos en Juan José Castelli —la última ciudad chaqueña, antes del monte— de la discriminación, el desprecio y la sistemática desidia con que se atiende a la población carenciada y, sobre todo, a las etnias originarias.

Ambos gatillaron sus máquinas en el hospital Martín de Güemes, en Castelli y registraron enfermos, vivos muertos y muertos vivos. Fotografiaron, inexplicablemente, cómo se respira la tuberculosis, cómo asfixia el mal de Chagas y cómo sonríe la muerte cuando indolente gana una pulseada.

Los fotógrafos pasaron del olor ácido de las cloacas al sopor nauseabundo que expiden las salas para enfermos de tuberculosis.  Todo se volvió una postal de impotencia. David Rochkind bajó su máquina y buscó la mirada de Santiago Solans, y casi confesándose, dijo en un castellano «agringado»:

—Nunca vi, en mi vida a un tuberculoso. —Santiago lo miró con ojos bien abiertos. Fue un instante. Y fotografió a una madre joven qom dándole agua sucia, verdosa, de charco, a su hijo deshidratado en la sala de neonatología.

—Sí. Algo se huele en el aire. —Se huele en las plazas, en las calles, en los hospitales.
—¿Qué se huele? —preguntó en su español torcido David Rochkind
—El genocidio —respondió Santiago. Lo dijo rápido. David hizo silencio y con la cámara al hombro, empezó a caminar a su lado.

—Lo que estamos viendo no tiene las características de un genocidio – dijo Rochkind . – No existe un plan sistemático de muerte.

El coordinador del Centro Mandela, Rolando Núñez escuchó la conversación y preguntó:

—¿Vos crees que no es genocidio abandonar a una población desnutrida y enferma?
— ¡Puede ser otra cosa, pero genocidio estoy seguro que no! —afirmó Rochkind y guardó silencio.

La camioneta había pasado los parajes de La Sirena y Paso Sosa. Se detuvo en el rancho de los hermanos Méndez. Los fotógrafos se habían quedado con la imagen de Roberto que padecía leichmaniasis en el hospital Güemes. Un virus le estaba comiendo los cartílagos del rostro, mientras se deformaba su cuerpo. Los médicos lo paseaban desde Castelli a Resistencia y de Resistencia a Castelli, sin diagnóstico. Estas enfermedades, entre las que incluimos la tuberculosis, volvieron a aparecer tras la desaparición de una política de salud pública.

La tuberculosis no tiene piedad ni remedios en los pacientes arrinconados que viven en ese fatídico hospital. Nadie quería ver. Los fotógrafos seguían en silencio.

El N‘viké sonaba.

 En Paso Sosa, Antonio Méndez, tuberculoso y chagásico, sólo permanece al cuidado de su hermano Clemente. Es una cátedra de templanza.

Son qom aquí y en cualquier lugar. Sonrientes y con ganas de vivir a pesar de todo.

La camioneta siguió atravesando el monte, zigzagueando por el polvo.  El polvo siempre. Polvo y hambre. Como un espejismo provocado por la inanición, el horizonte se perdía y deformaba del otro lado del parabrisas.

¿Quién puede resistir desnutrido tantas enfermedades juntas?

En Pozo del Bayo está el cementerio familiar de los Pino Fernández. Allí descansan los restos d Mabel, 42 años, quien murió pesando 36 kilogramos y fue dada de alta del hospital.

Quedaban vivos los ancianos. En las tumbas se notó el desmonte. Sus hijos y sus nietos estaban muertos.

En Legua 4 se pasó de largo, nada agregaría a lo que se iba a ver en El Espinillo, donde la miseria rodeaba al poblado bajo la atención de estoicos servidores públicos, quienes pese a todo seguían allí.

La vuelta calurosa inclinó la balanza y antes de llegar a El Colchón, los fotógrafos volvieron a gatillar sus máquinas sobre los charcos que abastecen de agua a la zona. Las algas tóxicas, los animales y los camalotes ponen color a la tragedia. Sin hervir, la consumen niños y enfermos. Allí pareciera que la vida y la muerte pelean cada tramo.

—Hasta ahora gana la vida — dijo Rochkind. Lo cierto es que ya no importaba si se estaba frente a un genocidio, un exterminio, un desastre humanitario o una masacre silenciosa. La camioneta estacionó en los Sosa y fue alegría para el clan del paraje. El acontecimiento mantuvo erguido a Juan, desnutrido, chagásico y tuberculoso. Como su hijo, era pastor de la Iglesia Evangélica Cuadrangular. Se adelantó a recibir a la visita, ofreció asiento y mate, y se quebró en llanto.

—Agradezco la visita de los amigos. Ahora que tengo amigos, estoy vivo —dijo Juan mostrando sus costillas. Pero siguió entre un castellano metafórico y un qom bello.
—Antes estaba muerto porque nadie se acordaba de mí

La camioneta pasó por Campo Toril, donde un descendiente charrúa se alegró porque la visita rompió la monotonía de la siesta cuando hay que guarecerse del sol, que quema como agua hervida. Entre tanto, los fotógrafos se quedaron con la imagen de Apolinario Domínguez, a quien conocieron en El Zorzal, dentro de El Espinillo. Allí espera su turno y ya no habla. Su mirada parecía decir:

—Ayúdame, que me estoy yendo.

La camioneta salió del monte al anochecer de ese sábado distinto, en ese Chaco caliente. Salió salpicada de bronca y rostros pegados entre los cuales estaba el de Apolinario que susurraba.

El N‘viké seguía sonando.

La muerte de cada día

No hay jornada en que no abra la puerta de una de las tolderías, como si tuviera una obsesión con los más débiles.

Está ahí. Siempre. Nunca se va con las manos vacías. Penetra milimétricamente en partes por millón. Acecha. Como una fiera que presiente a su presa. Todos los días se abisma hasta lo más profundo de El Impenetrable. La niñez no resiste tanta presión. La muerte acosa y acosa. La negligencia, el descuido, la impotencia, la carencia, el desparpajo, la corrupción están, están todos, todos a favor de ella. José se despertó llorando. Apenas pasó el año de vida.

Era un miércoles. Tenía la pancita muy inflamada. Lloraba. Le dolía el hambre. La desnutrición lo hincaba. Sentía pinchazos, dolor, lloraba. No tenía consuelo. Su padre lo alzó y se largó a caminar hacia Misión Nueva Pompeya. Rumbeó para el hospital Rural. Paso tras paso. Era capaz de dar lo que no tenía, con tal de que a José no le doliese más. Llegó, y lo recibió la espera: una eterna cola de aborígenes detenidos en el tiempo. Un hospital asentado sobre un albañal en cuyo interior solo había una camilla, un escritorio y dos sillas.

La obstetra Selva Marina Añazco, afincada en el lugar, señaló, “los médicos no quieren venir a El Impenetrable porque no le ofrecen buen sueldo, no tienen viviendas y arriesgan su matrícula por denuncias de mala praxis. Los riesgos son muchos. No hay insumos. A los pacientes no se les da de comer, ni hay consultorios.

Añazco explicó que los partos no cumplían con las normas sanitarias. No había fondos. Intentaron plegarse al “Plan Nacer”, que tenía las características de una mutual para carenciados.

“Cuando me enteré que estaba en vigencia, reclamé porque enseguida pensé, se atienden 20 partos mensuales, hice cuentas, y me dije, cobramos ese dinero y arreglamos la sala, la pintamos, la proveemos de elementos y le damos de comer a la gente. Pero volvimos a chocar contra la pared. No cumplíamos con los requisitos. “Según el “Plan Nacer”, no se podían realizar partos en un lugar donde las normas elementales de higiene y profilaxis no se cumplían.

La invasión esponsorizada

Médicos, bioquímicos, odontólogos, periodistas, fotógrafos y camarógrafos fueron convocados para una tarea solidaria. Nadie dudó. Había médicos del hospital militar, voluntarios que habían participado activamente del cacerolazo a favor de la siembra de alto rendimiento de soja y de las propuestas del entonces candidato, y hoy presidente, Javier Milei.  

El contingente se unió para asistir a los desheredados y acopiaron indistintamente alimentos, medicamentos y ropas usadas. Trabajaron para llevar adelante el gesto caritativo para paliar la situación de “los caídos del sistema”, según el jefe de Estado.

A un consultorio móvil de alta tecnología lo seguían camiones, camionetas, colectivos y automóviles repletos de mercancías. El mapa de trabajo fue dibujado con ansiedad.  Había mucho por resolver. Era un trazo pretencioso para un programa de tres días.

Sus cultores eran arrogantes desconocidos que portaban chaquetillas ciudadanas, y tenían los oídos taponados a bocinazos. Llevaban el apuro en los nervios machacados por estímulos chatarras.

La base se asentó en Villa Río Bermejito. Desde allí se empezó el trabajo en Lote 39, Nueva Población, La isla Pelolé, La Sirena, Paso Sosa, El Colchón, Olla quebrada, Pozo del Bayo, Pozo la China, Víboras blancas, El Espinillo, Río Muerto y Tres Quebrachos.

El apuro por abarcar era insoportable. El arrebato por descubrir y sanar los males ancestrales no se disimulaba. El alboroto salió a peregrinar con los ojos nublados: desparramaba jeringazos, palmadas, saludos ligeros hasta que desembocó en un desconcierto generalizado.

El individualismo, la meritocracia, la militancia libertarista, “el quién es mejor”, las miserias de cada uno emergieron como por ensalmo. Hubo un impacto violento entre dos mundos: la imposición de una cultura que asiste a otra que, por dolida y sumisa, por sometida y vencida, no pudo defenderse. El desconcierto evidenció que los contingentes que llegaban a El Impenetrable tenían todo y nada. Llegaron ligeros y se volvieron despacio. Llegaron con tecnología, pero no tuvieron tiempo. Ostentaron poder sin emoción. Tuvieron higiene sin amor. Contaron con cardiólogos y les faltó corazón. Hubo oftalmólogos y no pudieron ver. Fueron comunicadores, pero les faltó comunicar. Reclutaron voluntarios, pero les faltó voluntad. Llegaron bioquímicos, pero carecieron de sangre.

Arribaron con una cruz y regresaron con fe.

La mayoría de los voluntarios no pudieron mantener el espasmo que produce escuchar, leer o ver un testimonio desgarrador. Nadie pudo preguntarse si el asistencialismo encubre la situación para que el genocidio siga; o si, es lo único que queda para un gobierno insensible que propone un estatismo al revés: Obras Sociales privadas muy onerosas, solo accesibles para un reducido grupo social y una mayoría de la población volcada a los hospitales públicos desfinanciados que solo pueden y podrán sobrevivir de la caridad de las empresas saqueadoras.

El camión sanitario emprendió su marcha por los caminos sedientos. Parecía un monstruo esterilizado y quirúrgico. Los aborígenes abrían los ojos asombrados desde sus ranchos.

Los voluntarios salieron a hacer su trabajo de campo. Invitaron a los presuntos beneficiarios a que se acercaran al camión para ser atendidos. Otros se pusieron a disposición de los profesionales. Entre tanto no faltaron los que repartieron golosinas y algunos juguetes.

Los aborígenes, apenas supieron de la visita, se pusieron los mejores atuendos y salieron a recibir a los visitantes. No saludaron. Querían saber si había que esperar.

—Usted. ¿Qué necesita? —preguntó el cardiólogo a Apolinario Domínguez, un hachero de 56 años, que pesaba 36 kilogramos el cual padecía Chagas y esperaba a la muerte en el patio de su rancho. Apolinario no contestó. El médico bajó sus instrumentos, lo hizo acostar, lo desvistió, lo auscultó y le realizó un electrocardiograma. Apolinario en silencio lo siguió con su rostro sufrido. El voluntario que acompañaba al cardiólogo le tomó los datos. Las estadísticas habían sumado un caso más.

La bioquímica María Sol Páez recordó el día que llegó al paraje El Colchón:

—No sabía qué íbamos a hacer, ni tenía idea por dónde empezar. Fue abrumador. —No estaba sola, dijo que con su compañera empezaban a familiarizarse con el lugar. En un momento tomó distancia y se alejó para ver cómo la gente se agolpaba de a poco y se disponían a esperar con paciencia.

Hasta que Páez entró en acción. Una médica clínica requirió los análisis de rutina para una mujer que aparentaba 70 años; pero sólo tenía 49. Esa mujer de manos pequeñas, tullidas, permanecía inmóvil. Crujía de dolor. Como su enfermedad le impedía llegar al camión donde estaba el laboratorio, la entendieron en una tienda de campaña.

— Cuando la vi, su mirada incrédula comenzó a generarme preguntas: ¿qué estamos haciendo? Sin decir una palabra, estiró apenas su brazo, casi no podía moverlos. Algo me estaba diciendo, pero yo no sabía descifrarlo. Le saqué sangre de su mano y volví al camión sanitario.

No podré olvidarme de la cara de cada una de las personas a las que les extrajimos sangre. Caras desencajadas, miradas sombrías. Flotaba en el aire un nerviosismo denso.

El trabajo diario me fue consumiendo la capacidad de pensar. Los voluntarios se apuraban, y mientras limpiábamos el material utilizado, yo masticaba sin poder digerir. Me fui a dormir con el deseo todo terminara lo más pronto posible.

Al otro día, a María Sol le tocó recorrer el monte y llegó a El Espinillo. Los médicos querían visitar a una paciente que había quedado internada en observación, con diagnóstico de posible abdomen agudo.

Luego siguió hasta Pozo del Bayo. Allí estaba Juan Fernández, quién se alegró por la visita. Entre emociones y necesidades, entre urgencias y otras cosas, quiso explicar pausadamente lo que estaba padeciendo. Para él era la gran oportunidad de que alguien lo escuchara, de que alguien lo ayudase.

Pero otra vez el dispositivo falló. Otra vez no pudieron entender: el médico, jefe de grupo, no estuvo en condiciones de escucharlo.

—¡Bueno hombre, bueno, no se ponga mal, siéntese y tranquilícese!
Entonces, Juan, dijo – Nadie nos escucha.
El médico, rápidamente, contestó, señalando al cielo:
—Sí, por eso estamos acá.

Juan trataba de hablar y el médico lo volvía a callar, parecía que para él era preferible no escucharlo, parecía que tenía temor de desviarse en su objetivo, o que ese “indio de mierda” al que vino a darle su sapiencia, su tiempo, lo pusiera en aprietos y lo desnudara en algo que intentaba cubrir como un tesoro, como el misterio hipocrático, sus carencias, sus “intenciones non sancta”. Lo decía su rostro, que como todo rostro no miente.

A Juan no le importaba su enfermedad, ni su dificultad visual. Sólo necesitaba hablar y ser oído. Sin embargo, la buena voluntad de los profesionales en vez de escucharlo   lo sometieron a vertiginosos controles visuales, a desatinados controles dentarios, a invasivos chequeos corporales.

—Llámalo a Diego —Ordenó el médico, mientras lo tenía a Juan acorralado en una silla. Juan parecía un prisionero a que le averiguaban sus antecedentes.
—Sí, doc.—Solícito llegó Diego.
—Mirá Diego, fijate esto ¿Qué ves vos?

Los dos médicos se fueron, alejándose de Juan, intercambiando opiniones sobre lo que habían visto en él. Juan se quedó sentado, solo, olvidado; en silencio.

En Pozo de La China, se habían propuesto llegar a chozas que habían quedado pendientes del día anterior. En una, para controlar a un paciente con infección en una pierna; y en la otra, para realizar una extracción de sangre a una mujer que los esperaba. Para ella el día era un milagro.
Desnutrida, al extremo que su debilidad no la dejaba caminar ni valerse por sí misma.

Luego de la inspección médica, los profesionales, que nunca supieron dónde estaban, le recomendaron: “una mejor alimentación”. Le realizaron análisis, y un screening serológico para el Chagas.
María Sol comprobó lo que ella presumía sobre la extracción de sangre. Ocurrió cuando un grupo de aborígenes no se dejó extraer. Vio cuando otros recibieron los medicamentos sabiendo de antemano que no los tomarían. El apuro, la ceguera y el alboroto que portaban los profesionales no les dejaron ver cómo los aborígenes, que practican la resistencia aferrados a su historia, los miraban distantes.

Recetaron lentes a los que jamás accederían, extrajeron sangre para análisis que no les dirían nada, tactos mamarios en busca de tumores que, en caso de detectarlos, jamás serían operados. Médicos que atendían a mujeres sin presencia de sus maridos —grave para los tobas— y que palpaban senos y tocaban tejidos grasos en panzas, y hacían tactos ginecológicos, como si estuvieran en hospitales de grandes ciudades, sin sentido, desproporcionados en un monte ávido de otras relaciones humanas.

Al regreso de Víboras Blancas, dos médicos, una bioquímica y un periodista se sentaron alrededor de una mesa a contar sus experiencias. Estaban exaltados.

—Me di cuenta de que no me entendía. Le dije a un toba de 40 años, “usted tiene una infección en la garganta y tendrá que tomar un comprimido de “Amoxidal” cada seis horas, y esta pastilla con el desayuno, el almuerzo y la cena. Y me miraba fijo, sin decirme nada, ni se movía —señaló la doctora Ana Figueroa.

—¿Qué pasó? —le preguntó el periodista Néstor Pérez.
—No entendía el idioma. Pero tampoco desayunaba, ni almorzaba ni cenaba —respondió Figueroa.
El diálogo se tornó sinuoso, el periodista tomó la palabra:
— Al parecer hemos faltado el respeto —dijo ante un silencio lleno de asombro. Nadie esperaba semejante acusación.

Uno de los peores días que vivió la pediatra Figueroa fue cuando en el paraje El Colchón había terminado de atender. Observó la camioneta llena de ropa y comida y a una multitud esperando para recibir algo. De pronto se escuchó una orden de alguien, que dijo en medio del griterío:

—¡Se acomodan, y hacen una fila, o cerramos la camioneta y nos vamos!

Ana apretó los dientes y tuvo el impulso de subirse a la camioneta y bajar todo. La gente tuvo que agachar la cabeza, hacer fila, tomar distancia y esperar.

Ana se llevó del paraje Campo Toril una imagen que aún no la deja dormir.

—No sé cómo la gente se enteraba, pero llegaban de todos lados. Aparecían del monte con chicos en brazos, descalzos. Yo estaba atrasada atendiendo y los superiores me apuraban para cumplir con los horarios pautados. Empezaron a cargar las cosas en el transporte y yo cada vez tenía más chicos que atender.

De repente me encontré dentro del camión y las mamás mirándome por la ventanilla. Me pedían que, aunque sea los mirarse, y yo no pude hacer nada porque me llevaron. Agaché la cabeza, y cerré la cortina de la ventanilla, no soporté sus miradas.

Figueroa cerró la entrevista revolviendo enérgicamente el baúl de sus recuerdos, y no quiso quedarse con nada. Contó:

—Entre zapatos y ropa, entregábamos biberones para beber leche que se prepara con agua, agua que no había, solo estaba la de los charcos que lo menos que tienen son hongos. Cuando advertí la situación, les dije a los voluntarios: Dejen de entregar eso, al menos que beban la leche del pecho de la madre. Y la respuesta fue: ya que están los entregamos.

Las mujeres tobas ofrecían sus artesanías y las vendían muy baratas. Una voluntaria subió a la camioneta y mostró un canasto que había comprado. Dijo:

—Me cobró 10 pesos por esto, pero yo le di 20 porque en Córdoba este canasto cuesta 40.

3

“También podés elegir

morirte de hambre”.

(Javier Milei. Entrevista con Jorge Fontevecchia).

29 de mayo de 2022)

Libertarismo en Davos

Indios y gauchos ofrecidos en holocausto; sacrificados en pos de un proyecto de nación amputado, en el que las libertades individuales son reducidas a las libertades del mercado y de la mercancía. Los grandes grupos económicos, concentrados, proponen una vez más el sacrificio. No hay alternativa.  Solo el capitalismo se yergue como único horizonte de posibilidades. Es más fácil imaginarse el fin de los pueblos que el fin del empresariado. La maquinaria de la libertad irrestricta todo lo devora, tradiciones, principios éticos, creencias religiosas, modos de vida.

El siglo XIX, y su corolario, el siglo XX sintetizan el entramado ideológico que hoy se cristaliza en el siglo XXI: la libertad como modus operandi de un mercado sin fronteras

En Davos, el presidente Milei basó su ponencia apropiándose de los conceptos de Juan Bautista Alberdi, en un contexto teórico que se lo adjudicó al profesor Alberto Benegas Lynch (hijo). Lo hizo para definir sus principios de gobierno:  “El libertarismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión, en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad, cuyas instituciones fundamentales son la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal, la libre competencia, la división del trabajo y la cooperación social”, donde solo se puede ser exitoso sirviendo al prójimo con bienes de mejor calidad a un mejor precio.

Dicho de otro modo, el capitalista, el empresario exitoso es un benefactor social que, lejos de apropiarse de la riqueza ajena, contribuye al bienestar general. En definitiva, un empresario exitoso es un héroe.

Este es el modelo que nosotros estamos proponiendo para la Argentina del futuro. Un modelo basado en los principios fundamentales del libertarismo: la defensa de la vida, de la libertad y de la propiedad…”

Una franca ironía, una burla, una pantomima con respecto a lo que sucedió en Argentina desde los años en que existió Martín Fierro, y a decir de Milei, cuando el país era potencia mundial.

Fotografías: Santiago Solans.

Edición y corrección: Ijiel David Bonino.

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