¿Por qué vivir un día en Madrid?

Porque lleva los tiempos en la piel. Su río, los siglos, el valle, la villa. Es Madrid. Nace, y nace, y vuelve a nacer. No tiene edad y mucho por venir.
Para mí, nació cuando bebí una copa de Palo cortado de Jerez. Fue en la bodega la Venencia, montada sobre los escombros de la fortaleza de emir Mohámed I.
Allí supe que los castellanos no saben llevar con gracia el sombrero andaluz; entonces, anoté con tiza en el mostrador:
Ella es Madrid, con el erotismo de Ana Rossetti despertando momias. La nostalgia de la lluvia, el cocido y el frío de diciembre. La cerveza de junio en el parque El Retiro, la sed de una garganta quebrada, caminar el cielo por Tirso de Molina, apoyarse en una cantina después de escupir y lavar los ojos en un lavabo de Callao.
Ella es el portal de la calle Las Infantas, los ambulantes de la Gran Vía, y las mujeres de la calle de la Montera. Ella es de los migrantes ingresando por las cinco puertas antiguas, la de Alcalá, cuando levanta las manos y grita: – ¡Aquí estoy! -Atocha en la partida o llegada de estudiantes que no buscan a Tierno Galván.
Madrid es la mujer de mis sueños, piel y hueso, con rizos de oro, hambrienta de vida sin pasaportes ni nombres. Me conoció perdido por Cuatro caminos, ama y expulsa violentamente, convida la dulzura de lo prohibido, una rosa de papel de servilleta. Tiene colores intensos y sus secretos juegan y juegan como dioses; se saben dioses mientras escuchan a Sabina y leen a García Montero. Garabatean los versos de Rollón. Caminan entre los harapos de los trasnochados, y se entretienen con las copas de los bares cerrados. Miran de frente en las calles de Entrevías y San Diego donde se cambian de ropa los marginados
y Elvira Sastre chapotea en el barro, entre las navajas de las desigualdades de los euros
en época de los millennials.
Los secretos de Madrid saben esconderse en el puente de Vallecas, buscan cómplices en lugares donde hay más viciosos que vecinos. Corretean entre los exiliados que no cesan de amasar el dolor antes de hornear el desarraigo. Se disfrazan para simular alegrías por Malasaña.
¡Jooder! Se saben dioses en Las Letras, pisando callos, esperando un guiño en Lavapiés
o sembrando intriga en La Latina. Enloquecen a desprevenidos en la plaza Santa Ana
o en la Santo Domingo. Se visten de For Export para ingresar a los mercados San Miguel y San Antón donde la torre de Babel se acostó a dormir. O llaman con un silbido fantasmagórico
en los puestos del Rastro.
Ella es Madrid, donde duermen los sueños en la Cibeles, y al despertar no hay despedidas
ni direcciones postales. Nunca se supo; ni se sabrá ¿si pasaron o no pasaron?
Sin embargo, a Madrid se vuelve. No sé cómo se vuelve al amor. Será por los conjuros de saber que todos los trenes parten de la Puerta del Sol.


Madrid es la mujer de mis sueños, piel y hueso, con rizos de oro, hambrienta de vida sin pasaportes ni nombres. Me conoció perdido por Cuatro caminos, ama y expulsa violentamente, convida la dulzura de lo prohibido, una rosa de papel de servilleta. Tiene colores intensos y sus secretos juegan y juegan como dioses; se saben dioses mientras escuchan a Sabina y leen a García Montero. Garabatean los versos de Rollón. Caminan entre los harapos de los trasnochados, y se entretienen con las copas de los bares cerrados. Miran de frente en las calles de Entrevías y San Diego donde se cambian de ropa los marginados
y Elvira Sastre chapotea en el barro, entre las navajas de las desigualdades de los euros
en época de los millennials.
Los secretos de Madrid saben esconderse en el puente de Vallecas, buscan cómplices en lugares donde hay más viciosos que vecinos. Corretean entre los exiliados que no cesan de amasar el dolor antes de hornear el desarraigo. Se disfrazan para simular alegrías por Malasaña.
¡Jooder! Se saben dioses en Las Letras, pisando callos, esperando un guiño en Lavapiés
o sembrando intriga en La Latina. Enloquecen a desprevenidos en la plaza Santa Ana
o en la Santo Domingo. Se visten de For Export para ingresar a los mercados San Miguel y San Antón donde la torre de Babel se acostó a dormir. O llaman con un silbido fantasmagórico en los puestos del Rastro.
Ella es Madrid, donde duermen los sueños en la Cibeles, y al despertar no hay despedidas
ni direcciones postales. Nunca se supo; ni se sabrá ¿si pasaron o no pasaron?
Sin embargo, a Madrid se vuelve. No sé cómo se vuelve al amor. Será por los conjuros de saber que todos los trenes parten de la Puerta del Sol.

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